31.12.09
Citas
Tengo el deseo, y siento la necesidad para vivir, de otra sociedad que la que me rodea. Como la gran mayoría de los hombres, puedo vivir en ésta y acomodarme a ella -en todo caso, vivo en ella. Tan críticamente como intento mirarme, ni mi capacidad de adaptación, ni mi asimilación de la realidad me parecen inferiores a la media sociológica. No pido la inmortalidad, la ubicuidad, la omnisciencia. No pido que la sociedad “me dé la felicidad”; sé que no es ésta una ración que pueda ser distribuida en el Ayuntamiento o en el Consejo Obrero del barrio, y que, si esto existe, no hay otro más que yo que pueda hacérmela, a mi medida, como ya me ha sucedido y me sucederá sin duda todavía. Pero en la vida, tal como ella hecha para mí y para los demás, topo con una multitud de cosas inadmisibles; repito que no son fatales y que corresponden a la organización de la sociedad. Deseo, y pido, que antes que nada, que mi trabajo tenga algún sentido, que pueda probar para qué sirve y la manera en que está hecho, que me permita prodigarme en él realmente y hacer uso de mis facultades tanto como enriquecerme y desarrollarme, y digo que es posible, con otra organización de la sociedad para mí y para todos. Digo también que sería ya un cambio fundamental en esta dirección si se me dejase decidir, con todos los demás, lo que tengo que hacer y, con mis compañeros de trabajo, cómo hacerlo.

Deseo poder, con todos los demás, saber lo que sucede en la sociedad, controlar la extensión y la calidad de la información que me es dada. Pido poder participar directamente en todas las decisiones sociales que pueden afectar a mi existencia, o al curso general del mundo en el que vivo. No acepto que mi suerte sea decidida, día tras día, por una gente cuyos proyectos me son hostiles, o simplemente desconocidos, y para los que nosotros no somos, yo y todos los demás, más que cifras en un plan, o peones sobre un tablero, y que, en el límite, mi vida y mi muerte estén entre las manos de unas gentes de las que sé que son necesariamente ciegas.

Sé perfectamente que la realización de otra organización social, y su vida, no serán de ningún modo simples, que se encontraran a cada paso con problemas difíciles. Pero prefiero enfrentarme a problemas reales que al delirio de un De Gaulle, a Las artimañas de un Johnson, o a las intrigas de un Jruschov. Si incluso debiésemos, yo y los demás, encontrarnos con el fracaso en esta vía, prefiero el fracaso en un intento que tiene sentido a un estado que se queda más acá incluso del fracaso y del no fracaso, que queda irrisorio.

Deseo poder encontrar al prójimo a la vez como a un semejante y como a alguien absolutamente diferente, no como a un número, ni como a una rana asomada a otro escalón (inferior o superior, poco importa) de la jerarquía de las rentas y de los poderes. Deseo poder verlo, y que me pueda ver, como a otro ser humano, que nuestras relaciones no sean terreno de la expresión de la agresividad, que nuestra competitividad se quede en los límites del juego, que nuestros conflictos, en la medida en que no pueden ser resueltos o superados, conciernan unos problemas y unas posiciones de juego reales, arrastren lo menos posible de inconciente, estén cargados lo menos posible de imaginario. Deseo que el prójimo sea libre, pues mi libertad comienza allí donde comienza la libertad del otro y que, solo, no puedo ser más que un “virtuoso en la desgracia”. No cuento con que los hombres se transformen en ángeles, ni que sus almas lleguen a ser puras como lagos de montaña -ya que, por lo demás, esta gente siempre me ha aburrido profundamente. Pero sé cuanto la cultura actual agrava y exaspera su dificultad de ser, y de ser con los demás, y veo que multiplica hasta el infinito los obstáculos a su libertad.

Sé, ciertamente, que este deseo mío no puede realizarse hoy; ni siquiera, aunque la revolución tuviese lugar mañana, realizarse íntegramente mientras viva. Sé que, un día, vivirán unos hombres para quienes el recuerdo de los problemas que más pueden angustiarnos hoy en día, no existirá. Este es mi destino; el que debo asumir y el que asumo. Pero esto no puede reducirse ni a la desesperación ni al rumiar catatónico. Teniendo este deseo, que es el mío, no puedo más que trabajar para su realización. Y ya en la elección que hago del interés principal de mi vida, en el trabajo que le dedico, para mí lleno de sentido (incluso si me encuentro en él, y lo acepto, con el fracaso parcial, los rodeos, las tareas que no tienen sentido por sí mismas), en la participación en una colectividad de revolucionarios que intenta superar las relaciones reificadas y alienadas de la sociedad actual, estoy en disposición de realizar parcialmente este deseo. Si hubiese nacido en una sociedad comunista, la felicidad me hubiese sido más fácil- no no tengo idea, qué puedo hacerle. No voy ,con este pretexto, a pasar mi tiempo libre mirando la televisión, o leyendo novelas policíacas.

Cornelius Castoriadis La institución imaginaria de la sociedad "Raíces subjetivas del proyecto revolucionario" (Fragmento)
 
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24.12.09
Cuento navideño
Este cuento fue producido y corregido en el taller de narrativa coordinado por Laura Meradi


Navidad con los Fernández


Mamá está sentada en la mesa. Su mano izquierda juega revolviendo el maní con chocolate que puso en el plato hondo. Tiene la mano derecha hundida en la cara y con el codo desliza poco a poco el mantel color verde, tipo arbolito de navidad. Yo tengo miedo de que se vaya todo a la mierda, las copas largas, el vitel toné, el matambre, el vino tinto, todo arrastrado por el mantel. Desde la muerte de papá, nunca había puesto una mesa así, tan recargada de comida. Le digo que quizá Fernández se retrasó, pregunto si quiere que lo llame, “no, no creo que venga”. Mi mamá es de esas personas que habla con fuerza. Cuando grita o tiene ganas de decir algo, uno siente como si estuviera frente a un parlante con AC/DC sonando. Pero ahora está apagada, aunque el tipo hace rato que no viene por casa. Papá siempre decía, esta mierda de la navidad sirve para que uno se acuerde de todos los que no aparecieron durante el año, incluso de los que te garcaron.


Son las diez de la noche, el ruido de los cohetes se confunde con los tiros, agarro los platos para empezar a comer. Arrancamos por el matambre. Me sirvo vino, a mi mamá le doy agua para que tome su pastilla. Suena el timbre, me levanto. Es Fernández, le grito a mi vieja desde la cocina. Apenas vuelvo al comedor, veo que sale despedida de la silla, se acomoda la pollera larga floreada, se pone los zapatos negros con medio taco que tenía tirados bajo la mesa y se estira un poco la remerita de manga corta. Me dice que quiere ir al baño a arreglarse. Yo no quiero abrirle a Fernández. Le digo por el portero que espere, que ya baja mamá. Tomo un trago de vino y me siento a esperar. No pasan más de tres minutos, mamá por el pasillo corriendo, vuelve sobre sus pasos y agarra las llaves de la mesita de vidrio que está entre los sillones y la mesa principal.


Escucho el ruido de la puerta del ascensor. Las voces se acercan, se oye una tercera voz. Lleno mi segunda copa de vino y tomo aliento para recibir al desconocido. Ruido de llaves. Aparece mamá, atrás lo veo a Fernández, con un traje blanco ridículo, parece Don Johnson en División Miami. El tercero, es en realidad una tercera. La veo y casi se me cae la copa. Verónica, con un vestido azul hermoso, pegado al cuerpo. Siempre me gustó su pelo lacio, oscuro y brilloso. Me mira con sus ojos color miel, no puedo evitar levantarme a saludarla. Don Johnson se me interpone y me da la mano, me mira fijo, como si supiera todo lo que pienso de su hija. Vero me abraza y mira de reojo a su papá, que ya está sentado sirviéndose vino mientras charla con mamá. Me da un beso, casi en la comisura de los labios, como ese día que salimos por primera y única vez. Fernández le clava la mirada, ella se dirige hacia él y se sienta a su lado. Comienzan a hablarse al oído.


Voy al baño a mojarme la cara, el vino empezó a pegarme un poco. La cara frente al espejo, me veo medio ojeroso. Pienso en la mirada de Fernández cuando me saludó, empiezo a creer que quizá se enteró que salí con su hija. En ese caso yo sería el culpable de que no viniera más a casa, y de que casi no venga hoy. Pobre mamá, que malo que soy, justo a la hija de Fernández. Seguramente el tipo discutió con Vero, quizá lo supo todo el tiempo y explotó hoy y de ahí que hayan tardado tanto en venir. Puede que ella lo haya acompañado por miedo a que me haga algo. Decido dejar de maquinar y me mojo la cara y el pelo.


Vuelvo a la mesa, Vero me mira y sonríe. Mamá parece una nena que ya abrió el regalo de navidad y le dieron lo que pidió. Fernández se prende un toscano, clava los ojos en su hija, luego me mira. Parece un faro que va y viene. Yo no sé de qué disfrazarme, de Papa Noel, sí claro. Me iría a repartir regalos, pero no con renos sino con mi Renault. Esos chistes de papá, en situaciones incómodas siempre me vienen a la cabeza.

Se hicieron las doce y brindamos. Abrazo con Vero, quizá por un encuentro más este año. Se lo digo al oído y se ríe. Mamá me agarra los dos cachetes, como si tuviera doce años. Me da dos besos, uno en cada mejilla. Fernández me abraza y me da unas palmadas, el acto de falsedad más grande de la noche. Como en todos los brindis de navidad, siempre hay que saludar a algún pelotudo.


Santiago Mazzuchini


 
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